Ella irrumpió en mi vida y en la de mi familia, una tarde calurosa de finales de julio en un pueblo de Toledo. Deambulaba sola, sin rumbo, esperando más antes que después, que la muerte la visitase.
Apareció en casa con mi correa y mi collar prestados, no tenía nada, solo piel y huesos, andar lento, mirada perdida, ausente, arrastraba una pata, pero andaba con porte elegante, como solo un galgo sabe hacer, aún en las peores circunstancias.
Entró despacio, temerosa, como si no quisiera molestar, pero a la vez su mirada curiosa, transmitía ganas de conocer quizá otra forma de vida.
Yo hacía días que oía hablar a mi dueña del estado lamentable de una perrita, una pobre galguita, que había encontrado su hija, mi amita pequeña (bueno, ya no tan pequeña). Oía que presentaba heridas, que cojeaba, que estaba delgadísima. Yo estaba muy preocupado porque veía que mi dueña estaba inquieta, ya sabéis percibimos todas sus emociones.
Mi dueña no paraba de decir a la niña
– No hagas caso a nadie, dale pienso de Lucas, que coma. Verás cómo se repone.
Yo me angustiaba pensando en su estado, pero tampoco podía hacer nada, solo escuchar y estar al lado de mi dueña.
Lola comiendo por primera vez
Dicho y hecho, todos nos pusimos a trabajar en la operación “Salvar a Lola”, la que luego se ha convertido en mi gran amiga.
En la semana que tardamos mi ama y yo en ir a verla, ella había ganado confianza y alegría, la niña iba todos los días a la misma hora a darla de comer y ella estaba por allí puntual.
Cuando fuimos a por ella, mi dueña la examinó y yo oí, – no tiene nada, sólo hambre-. ¡qué suerte!, eso sólo se cura comiendo.
Mi dueña despacio intentó ponerla un collar mío, ella tímidamente extendió su largo cuello, despacio, dulcemente, cómo solo ella sabe hacerlo, quedando así vinculada a una nueva familia. De su maltrecho cuello, pelado, colgaba una cuerda a modo de collar ó no sé…; la engancharon una correa mía, la miramos y oí:
-¿cómo se va a llamar?, dijo la niña.
Mi dueña contestó – A ver, a ver, Lola, tiene cara de Lola-
En unos minutos, mi amiga, había pasado de no tener nada a comenzar una nueva vida. Empezó a caminar despacio, cojeaba, la cabeza baja, pero quizás satisfecha de la decisión que había tomado, confió en nosotros, yo no hacía más que decirle – ánimo, tranquil, vamos a casa, ten confianza, estás a salvo-.
Caminaba con el rabo entre las patas, temerosa, y al llegar a casa, cuando se abrió la puerta, se paró, dudó, miraba hacia atrás, hacia la calle, no estaba segura, perdía su libertad, pero por otro lado la vida le daba una segunda oportunidad. Podría encontrar cariño, un compañero, cuidados, además ella podía regalar todo el amor y bondad que transmitía su mirada tímida y serena.
Cruzó el umbral de la puerta y….dijo adiós a la vida de antes. Recibió su primer baño, le pusieron un collar repelente de insectos, ya sabéis, para pulgas, garrapatas,….., ese que llevamos todos para poder convivir con ellos y……, lista, mi familia había decidido acogerla, había pasado de vivir en un montón de arena, vagando sin rumbo, aullando de pena por la noche, a convivir con nosotros. ¡Genial!.
He de reconocer que al principio no me gustó mucho, pero por otro lado tenía la oportunidad de tener una compañera, eso sí, mucho más grande que yo. Mi amiga Lola, es un ejemplar auténtico de galgo español, ¡ahí es nada!, es una chica preciosa, aunque en aquellos momentos, era solo piel y huesos, ¡qué pena, pobrecita!
La mala vida que le habían dado, había dejado huellas en su piel, en sus patas, estaba llena de cicatrices, pero lo peor eran las heridas del alma. En este estado, yo solo podía hacer una cosa, acogerla, acompañarla en silencio y tratarla como ella merecía, una verdadera dama, para devolverla la dignidad que algún malnacido le había arrebatado. LUCAS
Lola con su incondicional Lucas
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